miércoles, 1 de mayo de 2013

Apología de los ociosos - Robert L. Stevenson


¿No daría el estudioso algunas raíces hebreas y el hombre de negocios algunas medias coronas por compartir extensamente el conocimiento de la vida que tiene el holgazán y su Arte de Vivir? No sólo eso: el vago tiene otra cualidad, más mportante todavía. Me refiero a su sentido común. Quien ha observado mucho la infantil satisfacción de otras personas en sus hobbies se considerará a sí mismo con una indulgencia muy irónica. No se le oirá entre los dogmáticos. Tendrá una gran tolerancia tranquila para todo tipo de gentes y de opiniones. Si no encuentra verdades extraviadas, no se identificará con ninguna flagrante falsedad. Su andar lo lleva por un atajo no muy frecuentado, pero muy llano y agradable, que se llama Callejuela del Lugar Común y conduce al Mirador del Sentido Común. Desde allí una muy agradable, si no muy noble, exploración; y mientras otros observan el Este y el Oeste, el Ocaso y el Sol Naciente, él gozará pacíficamente de una especie de amanecer sobre todas las cosas sublunares con un ejército de sombras que corre rápidamente en muchas diferentes direcciones bajo la gran luz diurna de la eternidad. Las sombras y las generaciones, los agudos doctores y las guerras vibrantes acaban en el silencio y en el vacío; pero bajo todo eso, un hombre puede ver desde las ventanas del Mirador mucho paisaje verde y apacible; muchos saloncitos iluminados por el fuego; buena gente riendo, bebiendo, haciendo el amor como lo hacían antes del Diluvio o de la Revolución Francesa; y al viejo pastor contando su fábula bajo el espino. La aplicación extrema, ya sea en la escuela, en la universidad, en la iglesia o en el mercado, es un síntoma de vitalidad deficiente; pero una cierta facultad para la holgazanería implica un apetito universal y un fuerte sentido de identidad personal.
Existe una especie de muertos vivientes, personas fatigadas que apenas son conscientes de vivir excepto en el ejercicio de alguna ocupación convencional. Si llevamos a estas gentes al campo o las subimos a un barco, veremos que anhelan su pupitre o su estudio (...). No es bueno hablar de este tipo de gente: no pueden ser perezosos, su naturaleza no es suficientemente generosa; y pasan, en una especie de coma, las horas que no dedican a moler oro furtivamente. Cuando no tienen que ir a la oficina, cuando no están hambrientos o sedientos, el mundo entero es un vacío para ellos. Si tienen que esperar una hora para tomar el tren, caen en un estúpido trance con los ojos abiertos. Al verlos, uno supondría que no hay nada que mirar ni nadie a quien hablar; se imaginaría que están paralizados o alienados y, sin embargo, es muy posible que sean grandes trabajadores en su especialidad y que tengan muchas vista para un fallo en una escritura o un cambio en el mercado (...). Como si el espíritu humano no fuese ya demasiado limitado , han estrechado y achicado los suyos con una vida toda de trabajo y sin ningún jeugo; hasta aquí los tenemos, a los cuarenta, con la atención perdida, la mente vacía de todo tema de diversión y ni un sólo pensamiento que contrastar con otro, mientras esperan el tren. No me parece a mí que esto sea el Éxito de la Vida.

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