miércoles, 30 de abril de 2014

Primero de mayo contra el trabajo [Miquel Amorós]



“Hay también, a mi parecer, algunos que no prestan un gran servicio a la sociedad por su inteligencia, pero que son robustos de cuerpo y capaces de los mayores trabajos. Trafican con las fuerzas de su cuerpo y tienen opción a un salario en dinero por ese tráfico, de donde les viene, yo creo, el nombre de mercenarios.”
    (Platón, “La República”)

No temo desvirtuar el sentido del Uno de Mayo diciendo que es una día contra el trabajo, puesto que ya desde el origen –la lucha por la jornada de ocho horas– llevaba inscrito la exigencia de una disminución del tiempo dedicado a la esclavitud asalariada, o sea, una reivindicación de tiempo libre. Libre quiere decir libre de la explotación y de la necesidad en la que aquella fingía basarse, pues la libertad a la que debe aspirar el género humano vendrá determinada por la abolición no sólo del trabajo asalariado sino de la labor empleada en la satisfacción de las necesidades físicas. El reino de la libertad suplantará al reino de la necesidad cuando el hombre se emancipe completamente del trabajo. Por consiguiente, la sociedad a la que deben aspirar los trabajadores es una sociedad no basada en el trabajo, una sociedad en la que el trabajo no sea considerado como la ocupación principal, en el que la vida no dependa absolutamente del trabajo, en fin, en la que nadie tenga que “ganarse la vida” trabajando, porque una sociedad así es incompatible con el bienestar y con la libertad. “Derecho al trabajo”…¡anda ya! Es como reivindicar la explotación; mejor exigir ¡DERECHO A NO TRABAJAR!. A la cabeza de sus aspiraciones, los trabajadores no han de colocar una consigna del estilo de “trabajar menos para que trabajen todos”, sino una mucho más escueta: “NO TRABAJAD NUNCA”.

El hecho de que vivamos en una sociedad de trabajadores, una sociedad en la que la condición de asalariado es general, en la que los mismos dirigentes llaman a su actividad trabajo, no significa que la sociedad jamás haya vivido al margen del trabajo, o que siempre el trabajo haya sido contemplado como fuente de todos los valores. Eso tiene fecha: no es sino en tiempos de la Reforma protestante cuando aparece y se extiende esa nueva mentalidad que considera al trabajo como un fin en sí mismo y aspira a vivir trabajando hasta el fin de los días, lo que casa a la perfección con el espíritu capitalista. Hablamos de fin pero la mentalidad laboriosa no distingue entre fines y medios. Vivir para trabajar, trabajar para vivir, son para ella lo mismo. El trabajo, por primera vez, da sentido a la vida. En adelante, la burguesía y los pensadores que mejor han expresado su advenimiento han considerado el trabajo como origen de la propiedad (Locke), como fuente de toda riqueza (Adam Smith), y como responsable de la propia humanización. Para Hume el trabajo había creado al hombre; el trabajo y no la Razón es lo que distinguía al hombre de los animales (idea que Marx traspasó al socialismo). Tendrían que venir las fábricas y las máquinas y destruir todo el carácter “humano” del trabajo para que las clases laborales experimentasen en carne propia el peso de la fatiga, la desesperación del trabajo esclavo y la ofensa del salario, la marca de la esclavitud a la que estaban reducidas.

En la Antigüedad el trabajo era algo despreciable, algo que degradaba a quien lo ejercía y de donde no podía salir nada honorable. Lafargue en su “Derecho a la Pereza” cita estas sabias palabras de Cicerón: “hay que mirar como algo bajo y vil el oficio de los que venden su pena y su industria, pues aquél que dé su trabajo a cambio de dinero se vende a si mismo y se coloca al nivel de los esclavos.” También lo era el afán de lucro. Entre los griegos, los artesanos, labradores, jornaleros y comerciantes no formaban parte de la ciudad aunque viviesen en ella, es decir, no tenían derechos políticos, pues según Aristóteles, “esa forma de vida es innoble y contraria a la virtud” de la cual los ciudadanos habían de abstenerse. Los espartanos tenían prohibido ejercer cualquier oficio, entre otras cosas porque absorbían el tiempo (“scholë”), necesario para las actividades cívicas. Igual sucedía entre sus contemporáneos lidios, tracios, escitas, persas y romanos. Trabajar significaba someterse a la necesidad, servidumbre humana para cuya liberación servían los esclavos. Todavía en los tiempos oscuros de la Edad Media el trabajo era considerado una actividad servil y aquellos que tenían el privilegio de no trabajar –los nobles, los hidalgos– preferían morir de hambre antes que envilecerse trabajando, como relata cómicamente la novela picaresca. Pero la situación de los obreros de entonces distaba mucho de la de ahora; la mitad de los días del año eran festivos, días de holganza.

¿Cómo ha empleado la humanidad el tiempo de forma honesta desde sus orígenes hasta el siglo XVI? Los antiguos lo distribuían entre la asamblea, el estudio, el gimnasio y la guerra. La dirección de la cosa pública y la defensa armada de su modo de vida eran la base de la ciudadanía y de la libertad. El tiempo del que tan abundantemente disfrutaban griegos y romanos era principalmente consumido en la esfera pública y en el campo de batalla, lo que no es de extrañar en una sociedad cuya finalidad era la formación de hombres libres y no la despreciable acumulación de riquezas. Hombres libres de la necesidad económica, y por tanto, del trabajo. Pero la liberación del trabajo en los antiguos era un privilegio. La libertad de una parte de la población se basaba en la esclavitud de la otra.

En nuestra época en donde la esfera privada es determinante y el trabajo es la norma, las cosas no pueden ser más diferentes. No existe la libertad, tal como la entendían los antiguos, porque no hay “ágora”, no hay vida pública. Unos estarán más explotados que otros, unos tendrán una vida mejor amueblada que otros, pero nadie es realmente libre. Todas las actividades, incluso las supuestamente públicas, son privadas (ejercicio de una profesión); todo el mundo vende algo suyo a cambio de dinero y sobrevive consumiendo; las diferencias son de grado. Lo único que varía en la esclavitud es el rango. La abolición del trabajo o simplemente una reducción drástica del mismo, para tener consecuencias liberadoras, deberá acarrear la desprivatización de la vida y en correspondencia, la revitalización del espacio público. Puesto que para tomar en sus manos sus propios asuntos, los trabajadores emancipados han de construir su propio espacio de libertad, sea a través de comunidades, consejos, asambleas, municipios libres, etc., e invertir en él su tiempo. La emancipación del trabajo se llevará a cabo mediante el regreso a la vida pública, que es algo muy diferente del regreso de la política. Porque una cosa es la disolución del poder y del Estado en la autoorganización de “las masas desheredadas y desclasadas” (que es como Bakunin prefería llamar al proletariado) y otra cosa es la reconstrucción del poder (y del Estado) mediante la política profesional y los partidos. ABOLIR EL TRABAJO PARA ABOLIR EL ESTADO.

Conservando la mentalidad de trabajador, aun habiéndose desembarazado del trabajo estaríamos en una sociedad de consumidores. Trabajo y consumo son dos etapas del mismo proceso. Una sociedad de trabajadores es una sociedad de consumidores. El consumidor es tan esclavo como el trabajador. En esta sociedad la disminución de la jornada de trabajo no significa sino el aumento proporcional del tiempo dedicado al consumo. En esa perspectiva la liberación del trabajo no es una liberación, ni siquiera parcial. Es la clave de la moderna explotación. El tiempo disponible se dispensa en actividades de ocio, sin salir de la esfera privada. El resultado es una mayor artifialización de la vida, dedicada a la satisfacción compulsiva de necesidades cada vez más artificiales. Así pues, por el consumo de masas iremos a parar al mismo lugar al que se llegó por el trabajo prolongado: al embrutecimiento, a la miseria moral y a la enfermedad. La idea de felicidad que tienen los pobres, el “coger del montón”, o el de “vacaciones en Mallorca para todos”, no constituye una expresión simple del comunismo libertario, sino del consumo sin trabas. Ver las cosas desde el ansia consumista es como verlas desde el estómago: es verlas como esclavo. Verlas como enemigo derrotado, que es lo que primeramente significaba “esclavo” en griego (“douloi”). Sin embargo, emanciparse del trabajo es emanciparse del consumo. Pasar del “montón” tanto como de Mallorca. EN LA SOCIEDAD DE LA ABUNDANCIA LO VERDADERAMENTE ABUNDANTE NO HA DE SER LA MASA DE OBJETOS DESEABLES SINO EL TERRENO DONDE EJERCITAR LA LIBERTAD.

Hablar de no trabajar resulta cómodo y fácil, pero para llegar a una sociedad sin trabajo, es decir, emancipada completamente de la necesidad, tanto la que impone la sociedad como la que impone la naturaleza, se han de revisar muchas ideas pasadas, que son un lastre y un obstáculo a eliminar. En primer lugar la convicción de que el sistema engendra junto con sus miserias las condiciones materiales y las formas sociales necesarias para la reconstrucción de la sociedad libre. La verdad es justo lo contrario: el sistema crea condiciones y formas para que dicha reconstrucción sea imposible. Empezando por la misma clase que debía capitanearla. La automatización y el progreso científico ha expulsado al trabajador desde el centro a la periferia de la producción, de forma que hoy la mayoría de los trabajadores están empleados en actividades improductivas, y la tendencia no deja de acentuarse. Una sociedad racionalmente organizada suprimiría la mayor parte de esas actividades tanto como la producción masiva. Los anarquistas fueron los primeros en señalar que una sociedad nueva no puede ser vaciada en el molde técnico de la actual y que todo lo que existe ha de sustituirse por algo más conforme con las verdaderas necesidades humanas. La apropiación de los medios de producción no podría efectuarse sino gracias a una capa social particular, la de los técnicos y científicos, que dudosamente abrazará en bloque la causa de los oprimidos. La contradicción que socava la sociedad del trabajo no radica en la oposición entre fuerzas productivas y medios de producción, pues con la autonomía de la técnica ambos conceptos tienden a ser lo mismo, sino entre la tecnología moderna y el metabolismo con la naturaleza que impone, cada vez más devastador. La tecnología no es en absoluto independiente del modo de producción capitalista. Quienes hayan creído en el lado positivo del capitalismo supuestamente representado por los “avances” técnicos se frotarán las manos pensando que el progreso de la tecnociencia ha quemado la etapa de transición al régimen comunista libertario, que la producción automatizada suprimirá el trabajo y que la máquina, esclava del hombre, le redimirá de semejante maldición. Pero las máquinas no permiten la emancipación del trabajo, pues lejos de ser una adaptación del medio natural a la voluntad del sujeto, son una adaptación del sujeto al medio artificial que ellas han creado. LAS MÁQUINAS HAN ESCLAVIZADO AL HOMBRE Y JAMÁS LO LIBERTARÁN.

Las máquinas, y más propiamente, los sistemas técnicos, las tecnologías, son modos de ordenar la sociedad y determinan el trabajo, las relaciones, el desplazamiento, el consumo, etc. de las personas. No hay tecnologías neutras; las hay que son flexibles, descentralizadoras y no agresivas, que preservan la naturaleza y facilitan la libertad, y las hay que imponen una organización social gigantesca y complicada, desarrollando jerarquías, control, organismos represivos, y demás formas de poder separado. Optar por un sistema tecnológico u otro es hacer una elección política, valga la palabra. Ni que decir tiene que en la sociedad actual son las tecnologías autoritarias, manipuladoras y anticomunitarias las que dominan. La autogestión de un sistema técnico de esa clase tendría fatales consecuencias para la libertad. Los medios de producción actuales, en lo que a técnica se refiere, no pueden transformarse en instrumentos de un trabajo libre y asociado sin experimentar fuertes cambios. Por eso el desmantelamiento razonado de los medios de producción es la condición sine qua non de la revolución emancipadora. Por eso los Estados han de disolverse en un sinfín de comunidades pequeñas. Las colectividades autogestionadas, federadas o no, abolirán primero el salario y el dinero, con lo cual se suprimirán la explotación y las diferencias de clase, y sustituirán el mercado por un intercambio solidario. Después se harán cargo de la reutilización y descentralización de los medios de producción y de la destrucción o abandono de la parte de los mismos que resulte perniciosa. Empezando por el sistema fabril y la agricultura industrial. Otros aspectos habrán de ser tenidos en cuenta por fomentar la desigualdad y la burocracia: la planificación central, la división del trabajo, la expansión urbana, etc. A mayor organización, mayores peligros. Pero la cuestión que más interesa destacar aquí es la del trabajo necesario para el mantenimiento y reproducción de la vida, la actividad productiva requerida por la satisfacción de las necesidades elementales y de aquellas que resulten del modo de vida comunitario. La carga de la vida no podrá eliminarse ni siquiera con sirvientes mecánicos; a lo sumo la harán más llevadera. Ante cualquier solución técnica habrá que calibrar siempre lo que se gana y lo que se pierde. Se puede ganar tiempo a costa de una mayor dependencia, y también lo contrario: se puede ganar independencia a costa de emplear más tiempo. Pero de todas formas puede conseguirse que el tiempo dedicado a la labor sea mínimo, distribuyéndola entre todos, especialmente entre los jóvenes, y suprimiendo las actividades consideradas prescindibles por las asambleas. Y también puede lograrse que la labor, al volverse atractiva, diversión o hobby, deje de ser considerada un esfuerzo obligatorio. Fourier, un precursor del anarquismo, inventó una “mecánica pasional” que debía transformar el trabajo en una actividad ardiente, refinada y lúdica. Pues bien, no iba desencaminado: LA ABOLICIÓN DEL TRABAJO OCURRIRÁ MEDIANTE SU CONVERSIÓN EN JUEGO.

Miguel Amorós, leído en el mitin de la CNT en Les Cotxeres de Sants, Barcelona, el 1 de mayo de 2003.

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