Podemos vivir sin pasión y sin dueños, he aquí la gran libertad que esta sociedad nos ofrece. Podemos hablar sin frenos,en particular de aquello que no conocemos. Podemos expresar todas las opiniones del mundo, aún las más arriesgadas, y desaparecer detrás de sus sonidos. Podemos votar al candidato que preferimos, reclamando a cambio el derecho de lamentarnos. Podemos cambiar de canal en cualquier instante, toda vez que nos parezca que nos estamos volviendo dogmáticos. Podemos divertirnos en horas fijas y atravesar a velocidades siempre mayores ambientes tristemente idénticos. Podemos aparecer como jóvenes testarudos, antes de recibir helados golpes de sentido común. Podemos casarnos todas las veces que queramos, así de sagrado es el matrimonio. Podemos ocuparnos de infinidad de cosas útiles y, si no sabemos escribir, podemos convertirnos en periodistas. Podemos hacer política de mil modos, aun hablando de guerrillas exóticas. Tanto en la carrera como en los afectos, podemos ser excelsos en la obediencia, si es que no llegamos a mandar. También a fuerza de obediencia nos podemos convertir en mártires, y esta sociedad, en desmedro de las apariencias, todavía tiene tanta necesidad de héroes.
Nuestra estupidez no parecerá por cierto más grande que la de los demás. Si no sabemos decidirnos, no importa, dejamos que elijan los otros. Luego tomaremos posición, como se dice en la jerga de la política y del espectáculo. Las justificaciones nunca faltan, sobre todo en un mundo de tan buena boca. En esta gran feria de roles cada uno de nosotros tiene un aliado fiel: el dinero. Democrático por excelencia, éste no mira a nadie a la cara. Gozando de su compañía no existe mercancía ni servicio alguno que no nos sean debidos. Quienquiera que sea su portador, ambiciona con la fuerza de una sociedad entera. Es cierto, este aliado nunca es suficiente y, sobre todo, nunca se da a todas las personas. Pero la suya es una jerarquía especial, que unifica en los valores aquello que es opuesto en las condiciones de vida. Cuando se lo posee, se tienen todas las razones. Cuando falta, se tienen no pocos atenuantes.
Con un poco de ejercicio, podremos transcurrir días enteros sin una sola idea. Los ritmos cotidianos piensan en nuestro lugar.
Del trabajo al “tiempo libre”, todo se desarrolla en la continuidad de la supervivencia. Tenemos siempre algo de que agarrarnos. En el fondo, la más estupefaciente característica de la sociedad actual es la de hacer convivir las “comodidades cotidianas” con una catástrofe al alcance de la mano. Junto a la administración tecnológica de lo existente, la economía progresa en la incontrolabilidad más irresponsable. Se pasa de las diversiones a las masacres de masa con la disciplinada inconciencia de gestos calculados. La compra-venta de muerte se extiende a todo el tiempo y a todo el espacio. El riesgo y el esfuerzo audaz no existen más; sólo existen la seguridad o el desastre, la rutina o la ruina. Salvados o hundidos. Vivos, jamás.
Con un poco de práctica, podremos recorrer la calle de casa a la escuela, de la oficina al supermercado, del banco a la discoteca, con los ojos cerrados. Estamos realizando debidamente el proverbio de aquel viejo sabio griego: “también los que duermen rigen el orden del mundo”.
Ha llegado la hora de romper con este nosotros, reflejo de la única comunidad actual, la de la autoridad y la mercancía. Una parte de esta sociedad tiene absoluto interés en que el orden siga reinando; la otra, en que todo se derrumbe lo más rápido posible.
Decidir de qué parte estar es el primer paso. Pero por todos lados están los resignados, verdadera base del acuerdo entre las partes, los mejoradores de lo existente y sus falsos críticos. En todos lados, también en nuestra vida, que es el auténtico lugar de la guerra social, en nuestros deseos, en nuestra determinación así como en nuestros pequeñas, cotidianas sumisiones.
Contra todo esto hay que acudir a las armas cortas, para sostener finalmente un duelo a muerte con la vida.
Nuestra estupidez no parecerá por cierto más grande que la de los demás. Si no sabemos decidirnos, no importa, dejamos que elijan los otros. Luego tomaremos posición, como se dice en la jerga de la política y del espectáculo. Las justificaciones nunca faltan, sobre todo en un mundo de tan buena boca. En esta gran feria de roles cada uno de nosotros tiene un aliado fiel: el dinero. Democrático por excelencia, éste no mira a nadie a la cara. Gozando de su compañía no existe mercancía ni servicio alguno que no nos sean debidos. Quienquiera que sea su portador, ambiciona con la fuerza de una sociedad entera. Es cierto, este aliado nunca es suficiente y, sobre todo, nunca se da a todas las personas. Pero la suya es una jerarquía especial, que unifica en los valores aquello que es opuesto en las condiciones de vida. Cuando se lo posee, se tienen todas las razones. Cuando falta, se tienen no pocos atenuantes.
Con un poco de ejercicio, podremos transcurrir días enteros sin una sola idea. Los ritmos cotidianos piensan en nuestro lugar.
Del trabajo al “tiempo libre”, todo se desarrolla en la continuidad de la supervivencia. Tenemos siempre algo de que agarrarnos. En el fondo, la más estupefaciente característica de la sociedad actual es la de hacer convivir las “comodidades cotidianas” con una catástrofe al alcance de la mano. Junto a la administración tecnológica de lo existente, la economía progresa en la incontrolabilidad más irresponsable. Se pasa de las diversiones a las masacres de masa con la disciplinada inconciencia de gestos calculados. La compra-venta de muerte se extiende a todo el tiempo y a todo el espacio. El riesgo y el esfuerzo audaz no existen más; sólo existen la seguridad o el desastre, la rutina o la ruina. Salvados o hundidos. Vivos, jamás.
Con un poco de práctica, podremos recorrer la calle de casa a la escuela, de la oficina al supermercado, del banco a la discoteca, con los ojos cerrados. Estamos realizando debidamente el proverbio de aquel viejo sabio griego: “también los que duermen rigen el orden del mundo”.
Ha llegado la hora de romper con este nosotros, reflejo de la única comunidad actual, la de la autoridad y la mercancía. Una parte de esta sociedad tiene absoluto interés en que el orden siga reinando; la otra, en que todo se derrumbe lo más rápido posible.
Decidir de qué parte estar es el primer paso. Pero por todos lados están los resignados, verdadera base del acuerdo entre las partes, los mejoradores de lo existente y sus falsos críticos. En todos lados, también en nuestra vida, que es el auténtico lugar de la guerra social, en nuestros deseos, en nuestra determinación así como en nuestros pequeñas, cotidianas sumisiones.
Contra todo esto hay que acudir a las armas cortas, para sostener finalmente un duelo a muerte con la vida.
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